Lo que más me preocupó es que Él se hubiese percatado de mi tono errático; pues, a través, de la puerta cerrada, era mis palabras las únicas que podían delatarme.
¿Olvido? ¿Cómo podía haberse olvidado de nuestra cita?
- Sandra... ¿Sandra?
Silencio.
- Sandra, abre la puerta por favor. - suplicó mi prometido.
- Estoy desnuda. - hice una pasua para tomar aire y buscar una excusa absurda. - En la ducha... ¡Me estoy duchando!
Tropecé contra el armario de las medicinas, pero me tragué el aullido de dolor pues no quería levantar sospechas, y me lancé contra el grifo, abrí la llave e, instintivamente, me metí, con ropa incluída, bajo un chorro de agua helada.
- ¿Seguro que estás bien? - me gritó.
- ¿Seguro que estás bien? - me gritó.
- ¡¡No te escucho!! - le respondí haciéndome la sorda. - ¿Qué dices?
- Nada. - contestó. - Estoy cansado, me marcho a mi casa.
- Vale... - susurré entre gotitas saladas.
- ¿Me has oído?
- Sí. - zanjé rotundamente. - Mañana hablamos.
Y allí me quedé: Sola, empapada y vestida con mi último conjunto de lencería picantona.
Eso sí, la venganza sería cruel. Lenta, excitante y morbosamente cruel.

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