Perdón, perdón ante todo por las palabras que puedan salir de mis manos, pues no quiero que ninguna sean dardos envenados dirigidos directamente al corazón. Mis palabras solo quieren escapar de mi boca para que tú me comprendas...



sábado, 23 de enero de 2010

La Más Joven Del Cemeterio

El viento aullaba de manera desconsolada aquella noche, herido y rabioso, buscando al culpable de su eterna soledad. Los portones de las ventanas de la vieja casona olvidada en la colina peleaban con él y se estrellaban unos contra otros haciéndose astillas. El silencio inundaba los pasillos del aquel hogar cubierto de polvo y recuerdos, ya nadie habitaba allí y nadie había regresado para recuperar las muñecas deshilachadas que descansaban en un pequeño cuarto infantil. Los cuadros de las paredes se descolorían y perdían su esencia con el paso de los años: sonrisas congeladas, apretones de manos cargados de falsedad, tardes de sábado en el campo o domingos en la puerta de la iglesia, eran las imágenes que reposaban allí colgadas.

El tiempo, heredero de todo aquello, no quería las reliquias de un pasado cargado de misterios y terror. No quería que las voces del olvido regresasen a la memoria del presente.

- No entiendo por qué me has traído aquí. – susurró aferrando con fuerza la mano de su prometida. – Y menos esta noche…

Ella sonrió divertida ante el miedo irracional a la oscuridad que mostraba un psiquiatra experto en fobias y le soltó la mano entre carcajadas. El sonido de su risa rompió el lamento agónico del viento y se extendió hasta el interior de la casona.

- No temas, amor. – le tranquilizó. – Pertenece a mi familia desde hace siglos, fue abandonada aproximadamente en los años veinte. SIEMPRE ha estado aquí y SIEMPRE estará.

Detrás de la negra verja de metal, se alzaba como un fantasma, un espectro perpetuo e inamovible que invitaba a no ser visitada. Y como una muralla encantada, el jardín, que protegía la entrada, había crecido de manera salvaje y tenebrosa, encontrando en sus sombras mil enemigos demoníacos dispuestos a saltar en cualquier momento sobre ellos.

Ella lo empujó hacia el interior de aquella selva doméstica y fue dirigiendo sus pasos desde detrás hasta llegar a la gran puerta, que empujó y abrió como si de brujería se tratase. Él evitaba mirar a los lados temiendo ser atacado por algún ser invisible y morir al momento.

El vestíbulo apareció iluminado por viejas lámparas de aceite que Ella había conseguido recuperar de una mesita cubierta de polvo. Las escaleras parecían la boca desdentada de un monstruo sacado de una horrible pesadilla y el pasamano parecía alargar su brazo metálico para tragárselo de un solo bocado. Estaba asustado.

- Ven, sígueme. – le sonrió con una extraña dulzura. – Quiero mostrarte algo. Quiero mostrarte mi mayor tesoro.



Y la obedeció. Subió los escalones de madera carcomidos por el paso de los siglos, temiendo romper alguno y caerse en las entrañas de aquel lugar de espantosa belleza. La siguió, cuando llegaron al segundo piso, a través de pasillos infinitos que olían a humedad rancia. La siguió y sintió que aquella caminata le cansaba tanto como si hubiese andado cientos de kilómetros, aunque, quizá, solo fuese el esfuerzo de subir la colina. La siguió hasta llegar a una puerta blanquecina y descolorida que parecía la misma entrada al infierno por la extraña luz rojiza que se colaba por debajo de ella.

- Ya hemos llegado. – cogió su mano y abrió la puerta con seguridad. – Bienvenido al paraíso.

Hipnotizado por lo que vio ni si quiera se preguntó que hacía un fuego encendido en la chimenea de la estancia. Sí… Estaba hipnotizado por aquel lugar que no mostraba señas de olvido, que no olía a polvo y a viejo, que perduraba entre aquel desorden maldito.

- Sabía que te quedarías sin palabras… Aquí puedes encontrar todas las que desees…

Él asintió embobado y decidió grabar en su memoria aquella visión para que se guardase eternamente: Miles de libros se apilaban en estanterías de madera labrada y lacada, extraños dibujos inundaban sus columnas. Había tomos que parecían tener miles de años, otros estaban encuadernados en cuero, clásicos cómo Cuento de Navidad de Dickens se mezclaban con obras sádicas del Marqués de Sade. Era un paraíso. Era un paraíso para cualquier lector, pero sobretodo, era un paraíso para cualquier escritor. Su mirada recorría con ansia y avaricia cada estantería, cada hueco, cada título… hasta que recayó sobre el retrato que descansaba encima de la chimenea. Era Ella. Sus largos cabellos rojizos estaban entretejidos con margaritas, parecía muy joven y estaba extremadamente bella. Sonrió, pero había algo extraño en su vestimenta, demasiado… demasiado antigua, propia de una burguesa adinerada del siglo XVII.

- Siéntate. – su voz sonaba tan seductora, que, una vez más, volvió a obedecerla. – Me alegró de que me pidieses matrimonio, pero antes… antes de la boda… debo mostrarte algo…

De una de las estanterías extrajo un libro de tapas negras con letras rojas como la sangre y empezó a leer las palabras escritas en hojas de color ceniciento:



Un amor imposible, un amor prohibido y un amor pactado.

Era lo que se podía leer en aquella vieja verja oxidada de la entrada del cementerio. Cruzar su umbral sería perderse en la eterna noche de los habitantes de aquel campo santo. Un viaje sin retorno a lo más profundo del alma humana, pues allí descansaban los miedos, la soledad, las emociones… pero sobre todo, los muertos.

Historias de espíritus errantes se dibujaban en las madrugadas de luna nueva, pues solo entonces sus cuerpos eran visibles.

Damas encorsetadas, bandidos harapientos, soldados cosidos a balazos o niños enfermos se paseaban entre las tumbas como quienes pasean un domingo soleado por el parque, solo que aquí, las risas habían sido olvidadas para dejar paso a llantos de lágrimas invisibles.

Olvidados por los suyos, quizás muertos como ellos también, estaban atados a aquella tierra bendita y nadie podría nunca arrancarlos de esa eterna condena.

Y allí estaba Ella, dueña y señora de aquel Reino de Polvo y Huesos, atormentada por aquella vida que no pudo tener y soñaba durante las horas de vigilia mortecina. Añorando aquella vieja existencia que la había unido a la mortalidad. Maldiciendo a la enfermedad que la había conducido a la tumba hacía demasiados siglos ya.

Coros de Ángeles Caídos anunciaban la destrucción de su alma si cedía a la desesperación y al dolor, pues solo Ella poseía en sus manos descarnadas el poder para conceder paz infernal a aquellos moradores de pálido aspecto.

Habitantes de un mundo sin fin, incapaz de perdonar sus pecados y miserias, castigándoles a poblar aquel recinto sagrado, que se suponía libre de culpa.

Susurros de antiguas palabras flotaban en el aire, despedidas entre lamentos y gritos de agonía por aquellas personas que formaban parte de aquella comunidad de espectros perpetuos, pero ningún vivo volvía para honrar sus memorias, perdidas en el tiempo.

¿Quién querría la compañía de huesos y piel descolorida? ¿Quién querría morar junto a ellos?

Lechos de tierra y terciopelo eran el único lujo que se podían permitir. Tierra removida durante años por gusanos y terciopelo descolorido era el último regalo de aquellos que les habían amado. Flores marchitas adornaban cruces de piedra agrietada y ángeles de fría mirada pétrea.

Cuervos de blanquecino plumaje creaban melodías terroríficas cada medianoche, alterando la extraña tranquilidad que se respiraba entre el laberinto de viejos mausoleos fantasmales, hogar de no-muertos.

Lápidas descoloridas habían absorbido los nombres de sus durmientes, obligándoles a permanecer en el olvido. Todas, salvo una, en la que aún se podía leer aquel horrible epitafio encantado que como una maldición perduraba a través de siglos de lluvia, nieve, sol y viento:

Lágrimas de color escarlata se derramaban por sus ojos cerrados.
Recuerdos de viejas melodías se escondían entre sus dedos sin vida.
Extraños tiempos en que ella y la música, solo fueron notas de cuerda.
Ahogados los acordes en el silencio, solo quedaba esperar la voz del viento, susurrando nuevas canciones hechas de aire.


Pues Ella, había sido la primera moradora de aquel lugar de muerte. Ella era, es y sería la más joven del cementerio.”

Él se quedó paralizado ante aquella extraña lectura que hablaba de muerte, olvido, destrucción… Apenas era capaz de balbucear algunas palabras sueltas y su monólogo era un conjunto de incoherencias que ni él mismo entendía. La miró y descubrió en su mirada un halo de maldad que parecía más propio de Lucifer que de la dulce mujer con la que había compartido sus últimos años.

Abandonó el butacón que le había acogido durante aquel extraño viaje hacia un infierno literario y paseó enloquecido por la estancia: los libros, el fuego, el cuadro… se agolpaban en su cerebro en busca de una explicación realista. Nada. No había ninguna razón lógica. Ninguna.

Y de golpe lo entendió, era un misterio de palabras olvidadas que nadie había sido capaz de entender, porque nadie se había enamorado antes de un muerto, porque nadie había entendido que implicaba enamorarse en un terreno vedado y porque nadie, en su sano juicio, perdería al único ser que le ha amado sin condiciones.

“Un amor imposible, un amor prohibido y un amor pactado.” ¿Cómo había estado tan ciego? Era la inscripción de la verja de entrada a la casona. ¿Acaso aquello era un cemen…? La pregunta se paralizó en su mente en el mismo momento en el que intentó hacérsela a sí mismo. Sintió pánico. Un pánico que le desgarró el corazón y apuñaló sus pulmones impidiendo que el oxígeno llegase a ellos. Sintió que se asfixiaba lentamente y cómo la sangre palpitaba en sus sienes a punto de estallar de dolor. Gimió de manera inconsciente mientras sentía como la vida se escapaba de su cuerpo agonizante.

Ella estaba delante de él impasible, inquebrantable, insensible… Su rostro parecía frío mármol incapaz de gesticular, ni una mueca hicieron sus labios ante el triste espectáculo de su muerte.

- Mírame. – él la esquivó y Ella le obligó a enfrentarse a sus ojos verdosos. – Mírame, amor… Llevo esperando este momento tanto tiempo… He deseado tanto estar junto a ti unidos para siempre ante tu Dios…

- ¿Mi Dios? – preguntó asustado.

- Sí, tu Dios… Tu Dios me cerró las Puertas del Cielo hace siglos… y por fin… por fin, podré reclamar lo que me pertenece… - unos colmillos afilados y sedientos de sangre asomaron de forma terrorífica a través de sus labios. – Tú me perteneces, Amor…

- ¿Quién eres?

- ¡¡Es que acaso no has prestado atención!! – Le espetó con enojo. - No has entendido nada, ¿verdad?

- No… - balbuceó. – No… No me hagas daño, por favor… Podemos solucionar este… este terrible incidente.

- ¿Terrible incidente? – se rió con una dulzura que le puso el bello de punta. – Amor… mañana nos casaremos y todo habrá acabado.

- Estás loca…

- ¿Loca? Eso decían los médicos que me condenaron y los padres que me enterraron sin importarles el sufrimiento de su hija. Tú no sabes que es la locura.

- Pero… ¿Quién eres? – le rogó con una mirada suplicante.

- Mañana tu Dios tendrá una nueva alma que cuidará de su rebaño de cuerpos sin vida que malviven entre los despojos de quienes fueron antaño… Mañana tú serás el pastor de aquellos descarrilados que no pueden pasar al otro lado… porque yo… yo soy la más joven del cementerio y tu amor es mi liberación y tu penitencia. A partir de mañana, serás tú el mártir que les ayudarás a encontrar la paz… Paz que tú nunca encontrarás, porque yo te maldigo a un destino peor que la propia muerte, para toda la eternidad.

El Origen De Las Letras Suicidas.

"Las Letras Suicidas" es un espacio para encontrarse con la magia de las historias que son producto de una mente que vive de la fantasia.

Estos son mis relatos y espero que los disfrutéis.
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