No dejaba de mirar al frente. Solo veía una pared blanca y acolchada. No había nada más.
El silencio era absoluto, solo su respiración rompía su monotonía. Bueno, su respiración y la conversación que mantenía con su amigo, un ser invisible llamado Kaz.
Había perdido la noción del tiempo, aunque, tampoco importaba… Recibía tres visitas al día, cuando tocaba comer, y, excepcionalmente, el doctor venía a ver cómo seguía, pero como no había mejoría solía marcharse con una expresión muy triste que a Kaz le provocaba intensas carcajadas. En algunas ocasiones, duendecillos, hadas, trasgos y algún playmobil descarrilado se colaban, aprovechando los breves segundos que la puerta permanecía abierta. Entonces, empezaba la juerga: Los duendes sacaban sus flautas y la música inundaba aquella habitación invernal, las hadas bailaban desprendiendo purpurina y rayos de arco-iris y los trasgos… Los trasgos se pasaban el rato saltando sobre la cama y empujándose unos a otros. Pero los que más pena daban, eran los playmobils. Apenas podían moverse y las hadas se burlaban de ellos. Entonces, Ella los cogía entre las manos y los acunaba, mientras le susurraba que no se preocupasen, que ser distinto no era malo. Kaz la miraba asombrado y le sacaba la lengua al sentirse desplazado.
Cuando la fiesta estaba en lo más divertido, solía venir el enfermero con una inyección. Se la ponían y Morfeo la envolvía con las sábanas, le daba un beso de buenas noches y la dejaba dormir durante horas. Al despertar, se sentía mareada y atontada. Solo Kaz estaba allí, a su lado, preocupado.
Un día todo cambió. Los invitados de sus fiestas no regresaron y Kaz se marchó. El doctor vino y le dijo que todo había acabado. Ella chilló e intentó zafarse de las fuertes manos de los celadores, que la sujetaban por los brazos. Sus gritos resonaron por los pasillos, rebotando en cada esquina. La ataron en una camilla y le dieron un jarabe que sabía a podrido. Las luces se diluyeron hasta que la oscuridad lo absorbió todo. Entonces dejó sentir.
Marina se despertó asustada. El sudor resbalaba por entre sus pechos y el camisón se le había pegado al cuerpo. Se destapó y se sentó en la cama. Sacudió la cabeza, en un intento de dominar la sensación de pánico que se había instalado en su estómago. Kaz se desperezó y la miró sorprendido.
Ella le sonrió tranquilizadora, a pesar de estar asustada. Lo sacó de la cesta y abrazó a su perro. Y desoyendo los consejos de su madre, lo metió en la cama y se abrazó a él. Kaz siempre estaba ahí, con ella.